Archivo de 2 de marzo de 2010

02
Mar
10

ASUMIO MUJICA

EL PUEBLO TOMO LAS CALLES PARA VIVAR

AL PROGRESISMO EN SU 2º GOBIERNO

Foto gente.PRONTA

02
Mar
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asumio mujica

el pepe asumió como presidente

Mujica asumió como presidente
Tras jurar sobre la Constitución, el pepe Mujica se convirtió en el nuevo presidente de los uruguayos.
La historia comenzo a forjarse en 2005 con Tabaré que legó, al pepe el 2º gobierno del FRENTE AMPLIO.
El pueblo se volco a las calles a acompañar ésta histórica jornada ¡salud pueblo oriental!
 

EXPECTATIVAS

Constanza Moreira |*|

En una ceremonia cuyo costo y financiamiento dieron mucho que hablar en días pasados, asumieron Mujica y Astori como Presidente y Vicepresidente de la República. Mujica es el decimoctavo presidente electo, desde que la democracia plena está vigente en Uruguay (1916). Será asimismo el tercer presidente electo del siglo XXI. Y el electo con el mayor porcentaje de votos, con la excepción de Baldomir (61,3% en 1938), Amézaga (57,2% en 1942) y Jorge Batlle (54%).

Muchas expectativas se ciernen sobre el nuevo presidente. Quizá más de las esperables, recordando que el gobierno de un país es algo más que un presidente, y recordando ­siempre es bueno­ las limitaciones de la humana condición. Mientras en 2004 las expectativas estaban dirigidas al propio Frente Amplio, y su «estreno» en el gobierno, ahora parece haberse producido una sutil pero definitiva traslación del peso de las mismas hacia el propio liderazgo de Mujica. Este fenómeno comenzó a producirse en años pasados, donde la popularidad de Vázquez medida por las encuestas comenzó a distanciarse de la del gobierno como tal, pero no pudo, por sí sola, ser convertida en votos para octubre. Asimismo, el propio estancamiento en el dinamismo del Frente Amplio como partido colaboró a colocar la esperanza de renovación más en el liderazgo que en las bases. Pero es la propia índole de Mujica la que termina de explicar este movimiento, y en especial, lo que él representa ­más allá de lo que es­ para la sensibilidad de miles de uruguayos.

En primer lugar, Mujica liderará una opción para la izquierda uruguaya, que compitiendo con la tendencia centrípeta demandada por muchos, la consolida como siendo propiamente de izquierda. Hoy en día, los líderes del Frente Amplio se ubican, cómodamente, desde el centro a la izquierda del espectro ideológico. Muchos ya se identifican, sin pudores, en el centro. Otros, todavía siguen en el extremo izquierdo. Quienes votaron por Mujica en la elección interna de junio, son los ubicados más a la izquierda. Para ellos, y para buena parte de los que no lo votaron, y encuentran un espacio de representación más cabal en el Frente Líber Seregni, o en la propia figura de Astori, Mujica es una opción «más a la izquierda» que Vázquez. Qué signifique esto en términos concretos, dista de estar resuelto. Sin embargo, éste es el clima de opinión dentro y fuera de fronteras. El de que un segundo gobierno del Frente Amplio, en manos de Mujica, será un gobierno más a la izquierda.

Las marcas «clásicas» de la izquierda están siendo redefinidas. Siguen empero exhibiéndose en tres arenas básicas: la social, la económica y la política. En el campo social, la causa de la izquierda está y estará siempre emparentada con la causa de la igualdad. Ser de izquierda, en lo social, implica la irrenunciable vocación y destino de luchar por la justicia social, y contra todas las desigualdades. Es mucho más eso, que luchar para erradicar la pobreza o para tener una sociedad «más equitativa». Estos dos últimos objetivos, son todavía compatibles con cualquier forma razonable de capitalismo «moderno». Así, se puede buscar erradicar la pobreza o reducir la desigualdad como un modo de mejorar la propia índole del sistema de producción capitalista ya que a la larga, grandes desigualdades erosionan las capacidades productivas y la pobreza conlleva altos costos sociales y erogaciones permanentes por parte del Estado. Por consiguiente, los objetivos de erradicar la pobreza y combatir las desigualdades extremas pueden ser perfectamente compatibles con la mantención del statu quo. Pero en la izquierda, los objetivos de la justicia social son contrarios a la reproducción del statu quo, y persiguen genuinamente ­que los alcancen o no depende de otras cosas­ la alteración del orden de las cosas. Sobre Mujica penden, en mayor medida que sobre Vázquez, las expectativas de buscar una sociedad más justa. En buena medida, Mujica es, con su propia vida, un representante «de los de abajo». Y son estos miles de uruguayos, que lo han honrado con su voto una y otra vez, quienes más esperarán de un gobierno de Mujica. Algo que muestre que la política puede cambiar el orden de las cosas, y que su mundo, el de todos los días, se modificará en algo por la llegada de un nuevo gobierno.

La segunda marca de las izquierdas se inscribe en el campo de la economía y está directamente emparentada con la primera. Sin embargo, aquí, son más complejos e inzanjables los debates que están en cuestión. Por un lado, el compromiso de una sociedad más justa o ­en propias palabras de Mujica­ digna, implica capacidad de intervención en la economía. Esto requiere de un rol central de la política y, últimamente, del Estado. Este rol será el de algo más que un árbitro entre el capital y el trabajo. El compromiso de la izquierda con los trabajadores hace parte de esta ecuación política. Pero en una democracia capitalista, la política es estructuralmente dependiente del capital. ¿Cómo diseñar y ejecutar un plan de desarrollo nacional a largo plazo que asegure una vida digna para todos los uruguayos, comprometiendo al mismo tiempo al capital y al trabajo? Esta es la promesa socialdemócrata, que expresa la resignación del sueño socialista, reconvertido a estrategia real en un mundo posible. Pero la socialdemocracia es, todavía, de izquierda. Sobre Mujica pesará la expectativa de convencer a unos y otros de que Uruguay tiene un destino de desarrollo nacional posible y de que es posible invertir y ahorrar aquí (y ser un empresario comprometido con el desarrollo nacional), tanto como es posible vivir dignamente con el salario de un trabajador escasamente calificado (como lo es buena parte de la mano de obra uruguaya).

La tercera marca de la izquierda se exhibe en el campo de la política y no es tan frecuente verla en práctica como debería. La izquierda es hija de la creencia de que la soberanía radica en la voluntad «de todos» y no en la de unos pocos, por más que estos sean los más calificados. Sin la participación real de todos y cada uno de los ciudadanos en las decisiones que afectan nuestras vidas, no habrá política. Ni siquiera habrá vida pública, o sea, república, en sentido estricto. La política ejercida desde la izquierda entrañará siempre renuncia y traspaso de poder hacia la gente. Sin embargo, se recordará, hay ya una práctica y hasta una jurisprudencia construida por la propia izquierda, que se dan de bruces con esta postura: las decisiones de cúpula, las intrigas palaciegas, las posturas públicas generadas a cuarto cerrado e impuestas a miles y miles de militantes son cosa de todos los días. Pero nada de esto sucede sin que uno, o varios indignados, hagan sentir su voz y su protesta. ¿Acaso se han escuchado estas quejas en otras tiendas políticas? La propia denuncia del «elitismo», los «aparatos», o las decisiones «de cúpula», es la evidencia más sobresaliente de la índole democrática de la cultura de la izquierda. Sobre Mujica penderán ­y ya se ha visto­ la expectativa de que la forma de hacer política de la izquierda sea otra: más consultiva, más participativa, aunque para eso se compre conflicto, confrontación y debate. Ser de izquierda es no sólo no verlo como problema ni ocultarlo sino integrar ese proceso y traducirlo en elaboración. El propio Mujica es parte de esas mismas tradiciones.

El gobierno que se inicia, enfrentará éstas y otras expectativas. Podrá o no dar cuenta de ellas y en muchos casos sólo podrán resolverse con la participación de algo más que el gobierno, ya que competen al Frente Amplio en su conjunto, y a los movimientos y organizaciones sociales que comparten un mismo interés estratégico con la izquierda. Pero no cabe duda de que el futuro que se dibuja hoy, está abierto. Y eso es bueno.

|*| Politóloga. Universidad de la República

02
Mar
10

cinismo yanki

«Pacificación» presidencial en América Latina

Noam Chomsky (La Jornada)Barack Obama es el cuarto presidente estaodunidense en ganar el Premio Nobel de la Paz y se une a otros dentro de una larga tradición de pacificación que desde siempre ha servido a los intereses estadunidenses.

Los cuatro presidentes dejaron su huella en «nuestra pequeña región de allá, que nunca ha molestado a nadie» como caracterizó al hemisferio el secretario de Guerra, Henry L. Stimson, en 1945. Dada la postura del gobierno de Obama hacia las elecciones en Honduras de noviembre último, vale la pena examinar el historial. Theodore Roosevelt 

En su segundo mandato como presidente, Theodore Roosevelt dijo que «la expansión de pueblos de sangre blanca o europea durante los pasados cuatro siglos se ha visto amenazada por beneficios duraderos para los pueblos que ya existían en las tierras en que ocurrió dicha expansión» (pese a lo que puedan pensar los africanos nativos americanos, filipinos y otros «beneficiados» puedan creer).

Por lo tanto, era «inevitable y en gran medida deseable para la humanidad en general, que el pueblo estadunidense terminara por ser mayoría sobre los mexicanos» al conquistar la mitad de México”, además de que «estaba fuera de toda discusión esperar que los (texanos) se sometieran a la supremacía de una raza inferior».

Utilizar la diplomacia de los barcos artillados para robarle Panamá a Colombia y construir un canal también fue un regalo para la humanidad.

Woodrow Wilson

Woodrow Wilson es el más honrado de los presidentes galardonados con el Nobel y posiblemente, el peor para América Latina. Su invasión a Haití en 1915 mató a miles, prácticamente reinstauró la esclavitud y dejó a gran parte del país en ruinas.

Para demostrar su amor a la democracia, Wilson ordenó a sus marines desintegrar el Parlamento haitiano a punta de pistola en represalia por no aprobar una legislación «progresista» que permitía a corporaciones estadounidenses comprar el país caribeño. El problema se remedió cuando los haitianos adoptaron una Constitución dictada por Estados Unidos, redactada bajo las armas de los marines. Se trataba de un esfuerzo que resultaría «benéfico para Haití», aseguró el Departamento de Estado a sus cautivos.

Wilson también invadió República Dominicana para garantizar su bienestar. Esta nación y Haití quedaron bajo el mando de violentos guardias civiles. Décadas de tortura, violencia y miseria en ambos países fueron el legado del «idealismo wilsoniano», que se convirtió en un principio de la política exterior estadounidense.

Jimmy Carter

Para el presidente Jimmy Carter, los derechos humanos eran «el alma de nuestra política exterior». Robert Pastor, asesor de seguridad nacional para temas de América Latina, explicó que había importantes distinciones entre derechos y política: lamentablemente la administración tuvo que respaldar el régimen del dictador nicaragüense Anastasio Somoza, y cuando esto resultó imposible, se mantuvo en el país a una Guardia Nacional entrenada en Estados Unidos, aun después de que se habían perpetrado matanzas contra la población «de una brutalidad que las naciones reservan para sus enemigos», según señaló el mismo funcionario, y en que murieron unas 40 mil personas.

Para Pastor, la razón es elemental: «Estados Unidos no quería controlar Nicaragua ni ningún otro país de la región, pero tampoco que los acontecimientos se salieran de control. Quería que los nicaragüenses actuaran de forma independiente, excepto cuando esto podía afectar los intereses de Estados Unidos».

Barack Obama

El presidente Barack Obama distanció a Estados Unidos de casi toda América Latina y Europa al aceptar el golpe militar que derrocó a la democracia hondureña en junio pasado.

La asonada reflejó «abismales y crecientes divisiones políticas y socioeconómicas», según el New York Times. Para la «reducida clase social alta», el presidente hondureño Manuel Zelaya se había convertido en una amenaza para lo que esa clase llama «democracia», pero que en realidad es el gobierno de «las fuerzas empresariales y políticas más fuertes del país».

Zelaya adoptó medidas tan peligrosas como el incremento del salario mínimo en un país en que 60 por ciento de la población vive en la pobreza. Tenía que irse.

Prácticamente solo, Estados Unidos reconoció las elecciones de noviembre (en las que resultó victorioso Pepe Lobo); las que se celebraron bajo un gobierno militar y que fueron «una gran celebración de la democracia», según el embajador de Obama en Honduras, Hugo Llorens.

El apoyo a los comicios también garantiza para Estados Unidos el uso de la base aérea de Palmerola, en territorio hondureño, cuyo valor para el ejército estadunidense se incrementa medida de que está siendo expulsado de la mayor parte de América Latina.

Después de las elecciones, Lewis Anselem, representante de Obama ante la Organización de Estados Americanos, aconsejó a los atrasados latinoamericanos que aceptaran el golpe militar y secundaran a Estados Unidos «en el mundo real, no el el mundo del realismo mágico».

Obama abrió brecha al apoyar un golpe militar. El gobierno estadunidense financia al Instituto Internacional Republicano (IRI, por sus siglas en inglés) y al Instituto Nacional Democrático (NDI, por sus siglas en inglés) que, se supone, promueven la democracia.

El IRI regularmente apoya golpes militares para derrocar a gobiernos electos como ocurrió en Venezuela, en 2002, y en Haití, en 2004. El NDI se ha contenido. En Honduras, por primera vez, éste instituto acordó observar las elecciones celebradas bajo un gobierno militar de facto, a diferencia de la OEA y la ONU, que seguían paseándose por el mundo del realismo mágico.

Debido a la estrecha relación entre el Pentágono y el ejército de Honduras, así como la enorme influencia económica estadunidense en el país centroamericano, hubiera sido muy sencillo para Obama unirse a los esfuerzos de latinoamericanos y europeos para defender la democracia en Honduras.

Pero Barack Obama optó por la política tradicional.

En su historia de las relaciones hemisféricas, el académico británico Gordon Connell-Smith escribe: «Mientras se habla de dientes para afuera en favor de una democracia representativa para América Latina, Estados Unidos tiene importantes intereses que van justo en la dirección contraria», y que requieren de «la democracia como un mero procedimiento, especialmente cuando se celebran elecciones que, con mucha frecuencia, han resultado una farsa».

Una democracia funcional puede responder a las preocupaciones del pueblo, mientras «Estados Unidos está más preocupado en coadyuvar las condiciones más favorables para sus inversiones privadas en el extranjero».

Se requiere una gran dosis de lo que a veces se conoce como «ignorancia intencional» para no ver estos hechos.

Una ceguera así debe ser celosamente guardada si es que se desea que la violencia de Estado siga su curso y cumpla su función. Siempre en favor de la humanidad, como nos recordó Obama otra vez en su discurso al recibir el Premio Nobel.




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