diario de campaña
Las manos de Suárez, las garras de la hipocresía
A Patrice Evra lo conocí- superficialmente- cuando era un ilustre desconocido. Corría el año 1997 y ambos vivíamos en Les Ulis, en L´Essonne (uno de los ocho departamentos que forman Île-de-France, el conurbano parisino). Zona de enormes edificios, muchos de ellos “HLM” (Habitation à Loyer Modéré, es decir, viviendas sociales subsidiadas bajo diversas modalidades), con población de niveles de ingresos bajos, con reputación (no justificada) de violenta, en general inmigrantes de primera o segunda generación. Evra, por ejemplo, nació en Dakar, pero a los cuatro años devino “ulisien”. En Les Ulis nació Thierry Henry, el gran delantero francés, lo cual dota al modesto enclave de apenas 25 mil habitantes de una singular fecundidad futbolística. Es que como en toda alcaldía de escasos recursos de aquella Francia pre-sarkozyana, había instalaciones públicas para practicar todo tipo de deportes. Y como en todo barrio de inmigrantes, el deporte más fervorosamente practicado era el fútbol.
Evra, para ese entonces un gurí de 16 o 17 años, era ya un atleta portentoso, con una velocidad, agilidad y flexibilidad de gacela que lo hacían sobresalir en las canchas de fútbol, donde no se caracterizaba por practicar el “fair play”, sino por ser frecuente promotor de líos.
Fue campeón de Francia 2002 con el Mónaco. De allí, se proyectaría a la selección francesa, donde llegó al capitanato y a su actual destino, en el Manchester United de Sir Alexander Ferguson. En su trayectoria profesional, de forma tan indiscutida como su calidad futbolística, hizo gala de todo tipo de conflictos y enfrentamientos, dentro y fuera de la cancha. Fue incluso actor principal en una feroz división dentro del último seleccionado mundialista francés, que llevó al ex campeón mundial Lilian Thuram a despacharse ante la prensa con un tajante “Evra no debería vestir nunca más la camiseta de Francia”.
Dentro del fútbol profesional, como en cualquier ocupación, hay ciertos códigos. Uno de los más básicos es que lo que pasa dentro de la cancha, en la cancha se queda. Bueno o malo, ese código ha sido respetado por generaciones de futbolistas de todo el mundo que se han dicho absolutamente de todo mientras la pelota rodaba, se han pegado tanto como el juez les permitiera, para saludarse al final del partido o irse cada quien a su vestuario tranquilamente. Como todo código que restringe los límites de la agresividad a normas y terrenos, es en el fondo un convenio civilizatorio y protege quizás lo más puro e inmutable en el fútbol desde sus orígenes como simple juego de estudiantes a su presente de negocio sideral: lo que ocurre dentro de la cancha y con la pelota.
Para cualquiera que haya pisado una cancha de fútbol, y más para cualquiera que conozca la trayectoria de Evra, la suspensión de la que fuera objeto nuestro compatriota Luis Suárez en la liga inglesa, amén de ridícula, es una maniobra alevosa. Lo que Evra escuchó de la boca de Suárez dentro de la cancha, es más inocente que el Angelus comparado con lo que el gran profesional del Manchester United suele intercambiar con propios y ajenos. La denuncia a un Suárez ascendente en pleno romance con su hinchada fue una evidente artimaña para frenar al deportista compatriota y limitar las posibilidades de su equipo, el Liverpool.
Recientemente Suárez y Evra debieron verse las caras nuevamente en una cancha. Todas las cámaras aguardaban expectantes el ritual del “saludo FIFA”, que implicaba que Suárez y Evra se dieran la mano. Mal aconsejado o presa de un impulso improvisado, Suárez optó por negar el saludo a Evra, con lo cual habría cerrado la telenovela en torno a él montada. Pero, más allá de eso, desató un monstruo que quizás el delantero salteño aún no conoce cabalmente: Al negar su mano a Evra, Suárez dio rienda suelta a la impresionante hipocresía del Imperio Británico.
El que en la boca de Sir Alexander Ferguson se escandaliza por actitudes que considera antideportivas, pero olvida que el único torneo mundial ganado por Inglaterra fue en casa y con una descarada ayuda arbitral. El que en la boca del primer ministro David Cameron se alarma ante las señales de racismo en el fútbol, cuando la seguridad londinense ultimó de ocho balazos al estudiante y electricista brasileño Jean Charles de Menezes el 22 de julio del 2005 por la simple razón de que “parecía un terrorista”. El que tiene el tupé de acusar a la Argentina de colonialista por su histórico y legítimo reclamo (compartido por toda América Latina) de soberanía sobre las Malvinas.
La cultura británica tiene luces y sombras, como todas: portadora de luminarias como Isaac Newton o William Shakespeare, hizo todo un culto a la flema inglesa basada en la serenidad, represión de sentimientos, comportamiento asexuado y tan rituálico como el “five o´clock tea”. La misma flema inglesa que con hipocresía sin par ordenó ocupar, arrasar, robar el planeta entero, asesinar, ejecutar, violar, derrocar gobiernos, inventar fronteras, todo en salvaguarda de los intereses del Imperio Británico, la más perfecta expresión de la piratería dentro y fuera de los mares.
Luis Suárez se hizo famoso en el último mundial no sólo por la calidad de sus goles y su desequilibrante potencia, sino por la mano que evitó que el sueño largamente anhelado por la no muy impoluta FIFA de Blatter: ver en un mundial africano un semifinalista africano. Un enorme negocio se perdió por esa mano, que para muchos de nosotros pasó a la historia del fútbol como un acto de supremo de sacrificio de la aspiración individual en pos del interés del equipo.
Luis Suárez seguramente debió ofrecer su mano a Evra y cerrar el show que se montó a su alrededor con el evidente propósito de hundirlo. No lo hizo y tocó ver rasgarse las vestiduras a la rancia potencia que bombardeó niños en Libia (eso no es racismo, según parece) por un episodio absolutamente menor.
A Evra seguramente le espera el destino de todos los jugadores arteros: cuando termine de brillar por sus condiciones atléticas, cuando las manos de Suárez sigan siendo míticas, a él lo albergará el liso y llano olvido.
Pero, más allá de las hipócritas moralinas de ocasión, a lo que no cubrirá ningún olvido es a las garras de la mayor potencia colonial de su época, la Gran Bretaña que hiciera del tráfico de esclavos uno de sus fuertes, de la piratería uno de sus emblemas y, aún hoy, del aplastamiento de las voluntades de los pueblos díscolos a fuerza de bombardeos, todo un modus operandi.
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