La reacción conservadora al acecho
(la república)
Entre las múltiples sorpresas que ha traído consigo el tercer milenio, cabe señalar los cambios políticos, económicos y sociales que ha producido el advenimiento de gobiernos de signo progresista en América Latina. Después de más de un siglo de absoluto dominio de las oligarquías nativas apoyadas por el imperialismo, la democracia formal -tan denostada por la izquierda en los años sesenta y setenta- permitió el acceso al gobierno de partidos o coaliciones vinculados a esa misma izquierda que miraba con desdén los mecanismos de la democracia burguesa. Ello fue posible merced a la lucha constante de la militancia, que logró la concientización de las masas e hizo que mudaran su comportamiento electoral; sin olvidar, desde luego, el desgaste de los partidos conservadores, cuyas propuestas y promesas incumplidas agotaron su credibilidad ante el electorado.
El acceso al gobierno de esas fuerzas de izquierda no significa que las clases populares hayan conquistado el poder. Es por eso que José Mujica se proclama presidente de todos los uruguayos; tanto de quienes lo votaron cuanto de aquellos que no lo hicieron. Hay que reconocer que se trata de una postura delicada si tenemos en cuenta que en la sociedad coexisten sectores con intereses encontrados ya que la lucha de clases no se detiene por la voluntad de nadie. Las pruebas están a la vista: exigencias por ma-yores asignaciones presupuestales, dificultades para acordar en los Consejos de Salarios, reclamos de gremios empresariales por rebajas tributarias, etcétera. Gobernar para todos y atender las expectativas de todos los sectores exige mantener un equilibrio peculiar.
Las clases dominantes no se resignan a perder parte de sus privilegios y de su poder. Esto ha sido así desde siempre. Antaño no vacilaban en apelar al Ejército o a los marines cuando la represión policial no era suficiente para contener el descontento de las masas, o cuando la oligarquía olía la posibilidad de un triunfo electoral de fuerzas adversarias nacionalistas y populares. La historia reciente es rica en ejemplos: Somoza en Nicaragua, Castillo Armas en Guatemala, Pinochet en Chile, por no citar sino los casos más groseros de aplastamiento -con el apoyo soterrado o manifiesto de la CIA- de movimientos populares.
Desde entonces ha transcurrido el tiempo y la realidad es otra, como son otras las circunstancias y las condiciones. Sin embargo, la reacción conservadora no ha sido derrotada y se mantiene al acecho. En 2002 fue el intento golpista contra el presidente venezolano Hugo Chávez, una figura polémica con luces y sombras pero de cuya legitimidad nadie puede dudar, como tampoco está en entredicho la adhesión popular a su gobierno de cambios. Más cerca en el tiempo, fue el turno de Honduras, donde el Putsh resultó triunfante. Y ahora, asistimos a la sublevación policial contra el presidente ecuatoriano Rafael Correa, aparentemente sofocada.
La derecha no descansa; y no es tonta. Subestimarla sería un lamentable error. Está ahí, agazapada, esperando el momento para dar el zarpazo.
El peligro es que ese zarpazo puede revestir otras formas menos violentas que el recurso a la fuerza bruta. En Chile, sin ir más lejos, la derecha ha reconquistado el gobierno después de veinte años de gobiernos progresistas. Lo ha hecho legítimamente y merced a un error de la coalición gobernante, que no supo ofrecer un candidato más atractivo. Y si miramos nuestra realidad, no debemos subestimar el dato de que el país sigue dividido en dos, que Mujica derrotó a la coalición conservadora fundamentalmente porque su candidato ofrecía flancos débiles, y que el Frente Amplio sufrió una merma considerable de su caudal electoral en las últimas elecciones departamentales.
A no dormirse, pues.