Archivo de 3 de May de 2014

03
May
14

5 a 0, la vergüenza nacional

 

En un rincón doliente de mi alma

El 5-0 a de Peñarol generó una angustia indescriptible y casi inédita en los hinchas de Nacional; Lincoln Maiztegui, testigo de aquel otro 5-0 de 1953, cuenta su sentimiento

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Fue el 25 de octubre de 1953; no me olvidé nunca de esa fecha. Yo acababa de cumplir los 11 años, y fui con mi padre al Estadio a ver el clásico de la primera vuelta del Uruguayo. Mi experiencia en estas lides era limitada, pero favorable: había debutado como espectador del centenario duelo –aclaro: centenario sólo desde el 2013– una noche de febrero de ese mismo año, y Nacional había ganado por 2-1 con una descollante actuación de uno de los entonces campeones mundiales, Julio Pérez. Aníbal Paz, en mi fantasía infantil lo más parecido a un superhombre que podía concebir, le había atajado un penal al empatador de Maracaná,  Juan Alberto Schiaffino. Luego, acompañado de una tía, había concurrido a ver la final del campeonato uruguayo de 1952, que se jugó un miércoles de febrero de 1953 y que ganó Nacional 4-2; también en esa oportunidad Paz atajó un penal, que guardo en la memoria como una hazaña cuasi sobrenatural; lo tiró Obdulio Varela, la pelota rebotó en el pecho del golero y Galván se llenó el empeine con un pelotazo mortal; pero el inmenso Canario la sacó al corner.  Cierto que en el clásico del Campeonato Competencia subsiguiente los manyas habían ganado por 4-3, pero guardo un recuerdo cargado de orgullo de ese partido, en el que el equipo de mis amores cayó dignamente, luchando todo el tiempo desde atrás y –me parece recordar– en inferioridad de condiciones. De modo que aquella tarde de la flamante primavera –doble: del tiempo y de mi vida– acudí a la Colombes cargado de esperanza; qué digo, de certeza de victoria. Las hinchadas –que se sentaban juntas– no cantaban aún al estilo porteño, de modo que nadie entonó el “¡Bolso no podés perder!”, pero ese grito llenaba apretadamente todo el hueco de mi alma, allí donde residen los amores profundos; los que duelen.

Ganó Peñarol por 5-0, con goles de Julio César Abbadie, Omar Míguez, Juan Hobberg (en dos ocasiones) y Américo Galván. Fue la última vez que el gran Canario Paz ocupó el arco tricolor. Salí del Estadio llorando a torrentes, y papá me dijo varias veces que, si reaccionaba así y tenía tan poco control sobre mis emociones, no volvería a llevarme al fútbol. Debe haber cumplido esa promesa, porque no puedo recordar otro clásico al que hayamos ido juntos; y eso que, durante muchos años, no me perdí ni uno. Ni uno.

El domingo pasado, solo en mi casa –dos amigos, manyas ambos, cayeron como peludo de regalo cuando ya el partido iba 3-0–  asistí, esta vez por televisión, a otra debacle histórica. No contra el Peñarol de los años 60, el de Rocha, Spencer, Sasía y Joya, que nos ganaba casi siempre porque era, con toda probabilidad, el mejor equipo del mundo; contra un Peñarol mediocre, que había perdido hasta con Rentistas y al que ver jugar daba lástima. No lloré esta vez, es cierto; por lo menos, no lo hice con lágrimas tangibles, de esas que ruedan mejilla abajo. Y me consolé –o traté de hacerlo– diciéndome interiormente que se trataba apenas de un partido de fútbol, que tenía –y es verdad– razones mucho más graves para estar preocupado. ¿Por qué, entonces, persistía en mí un desgarro interior tan doloroso, por qué nada de lo que intentaba hacer –hablar con mis amigos, leer, escuchar música o ver una película– lograba esfumar en lo íntimo de mi espíritu aquel oscuro sentimiento de pesar? Al final, tuve un ramalazo de rebeldía y me dije que no podía ser tan idiota; que, sobre el final de mi pasaje por este mundo, sentir un nudo apretándome la garganta porque nos habían hecho otra vez 5 goles era, como poco, indigno de la persona que creía ser. Y salí a la calle, a caminar, en busca del olvido, ese que a veces equivale a una bendición.

Pasaron largas horas hasta que pude, por fin, recobrar parcialmente el equilibrio. Pese a que conseguí sumergirme en las tareas cotidianas, la tristeza infinita que llevaba conmigo, una irracional sensación de pérdida, no me abandonó en mucho tiempo. Tal vez, después de todo, yo no sea tan especial como creo ser; tal vez soy apenas, en un rincón doliente de mi alma, un hincha. Y eso es mucho; mucho más de lo que nunca, en mis 71 años de vida, había logrado imaginar.

 

 

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03
May
14

el socialismo

¿Un veto al socialismo?

escribe: Hugo CODEVILLA  analista

socialismo

Al socialismo (real) se le atribuyen todo tipo de males, motivo por el cual se lo descarta de los discursos políticos. Una manera efectiva de asegurar al gran capital que los gobiernos de izquierda caminan por la buena senda.

Fue tal la campaña de desprestigio que no es necesario vetarlo, la defensa del socialismo se la considera irracional. De ahí muchas de las discrepancias con el chavismo por flamear la bandera del socialismo del siglo XXI. Un pronunciamiento estrictamente discursivo para ser válido.

Son muchos los que opinan como Madeleine Albright (ex Secretaria de Estado de EEUU) que el socialismo no funciona, incluso, podría aducirse que no promueve la felicidad. Afirmaciones que una mente sensata endilgaría al capitalismo, en especial al salvaje.

Sin pretender una defensa de la URSS, es preciso recalcar: 1) la ausencia de desempleo y de pobreza como hoy la conocemos (particularmente después de la Segunda Guerra Mundial), y 2) un fenómeno útil de recordar, la construcción de una poderosa industria así como un inobjetable desarrollo científico-tecnológico que incluyó el espacio. Todo ello –y aquí va lo significativo- sin el concurso del financiamiento bancario.

En la superación de la Rusia rural de los zares, a una URSS con armamento nuclear y satélites en órbita, no participó ni la JPMorgan, Chase, ni la Deutsche Bank, ni Crédit Suisse. Un milagro que se llama socialismo. Apurándome a atender el reproche al estalinismo que condenó a una generación para conseguir lo anterior. Se pudo realizar de un modo diferente, de eso no cabe duda, aunque lo enfatizable es que no fue necesario caer en manos de los usureros. Hoy, hasta para lo nimio se necesita un crédito, qué decir de megaobras que dejan a los países endeudados por décadas.

Lo cierto es que únicamente existen dos posibilidades de ordenamiento social en el momento histórico en que nos tocó vivir. Una, la sociedad gira en torno a un puñado de potentados (lo del empresario recto y responsable es un cuento de hadas); y dos: lo hace en torno a sí misma.

Indudablemente, el socialismo ha sido desechado a priori, y a pesar de los denuestos y confabulaciones, la posibilidad sigue latente. Por lo mismo, la campaña en contra de esa opción sigue siendo abrumadora, sin que por ello se deje de señalar lo evidente, que la reproducción del capitalismo acabará con la especie.

Lo destacable es que vivimos en un nudo similar al gordiano. El ciudadano sensato con conocimiento de la realidad que lo circunda, capaz de tomar una decisión responsable y orientada a lo social, expiró tras décadas de bombardeo televisivo. Vivimos en el mundo de la confusión, los dobles discursos, la distorsión y la falacia rampante. Ese es el pantano donde desapareció el ciudadano, eje de la concepción política republicana de los liberales del siglo XIX, sustento político del capitalismo cuando se disponía a convertirse en el modo de producción dominante. La revolución política dentro del modelo era la aparición del ciudadano como soberano y el gobierno como su representante. Un hecho que demoró un siglo en concretarse y que Uruguay fue uno de sus centros más destacados (luego de ajustar cuentas con los caudillos y fortalecer la figura del Estado).

Entonces, no es que el socialismo se haya suprimido como una resolución categórica del centro de la “guerra fría”, es decir, Europa como principal crítico y espacio donde desaparecieron ipso facto las grandes orgánicas pro socialistas, y entre otras muchas cosas, la cuna de la solidaridad. Lo que aconteció es que lo inhumado fue el ciudadano y sin él, la política no avanza más allá del electoralismo, que da vida al populismo, a la autocracia o la imagen mediática de quienes se pavonean en la pantalla chica, perorando sin descanso, aunque su rol mandatante recaiga en instituciones de carácter global. De estos últimos hay muchos, el más destacable es el presidente de México, un producto de Televisa y aupado por Washington.

Se ha producido una disociación entre lo político y lo social, como corolario de una más profunda entre la política y la economía, provocando que un hecho nocivo para las mayorías carezca de consecuencias. En este mundo robusto de alienación y manipulación de masas, resulta disfuncional la ley física causa-efecto. Es decir, pase lo que pase, suceda lo que suceda, todo continuará igual. Crecerán la desocupación y la pobreza, mientras que el dinero público se empleará para rescatar bancos insolventes.




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