Archivo de 21 de octubre de 2009

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Banderazo ayer en Salto.

NI UN VOTO A LA RESTAURACIÓN NEOLIBERAL

 MUJICA ASTORI

un gobierno honrado, un país de primera

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Oscar López Goldaracena: un hecho real

 
 
 TI-RA-NOS TEMBLAD…!!
En la mesita de luz de su papá, todo lo pequeño estaba ordenado. A veces, cuando su mamá salía a hacer las compras o a trabajar como maestra, el niño abría despacito el cajón y miraba las cosas de su padre, para tenerlo cerca. Su madre las había acomodado el mismo día en que los militares entraron en la casa, vaciaron los cajones sobre la cama, revolvieron todo y se llevaron preso al papá por «subversivo», por tener unos papeles que llamaban dictadura a la dictadura. Entre las pequeñas cosas de la mesita de luz estaba la lapicera de su padre, con sus iniciales grabadas. Más de una vez el niño la sacó con cuidado, se la puso orgulloso en el bolsillo de su camisa y jugaba a ser grande. Un día escribió en un papelito: «abajo la dictadura». Después se asustó, tachó y tachó, porque si los militares regresaban también a él se lo iban a llevar preso. Sudaba. No sabía qué hacer con el papel. Corrió hasta la vereda y lo tiró en la lata de basura, hecho una pelotita. Entró a la casa, acomodó la lapicera con cuidado en el cajón de su papá y se recostó jadeante sobre la pared del living. Siguió jugando. Cuando regresó su mamá, al abrirle la puerta, vio a una persona revolviendo en la lata de basura. El niño quedó con el corazón paralizado; dejó entrar a su mamá, cerró la puerta con llave y fue corriendo hasta su cuarto. Se tiró en la cama temblando de miedo y se largó a llorar. Cuando su madre se acercó a calmarlo, él gritó entre sollozos: —¡Mamá, mamá! ¡Me van a llevar preso! Le contó todo. Su madre lo tranquilizó con besos en la frente y lo acompañó de la mano hasta la ventana para que él viera que quien estaba revisando la basura era un pobre hurgador buscando restos de comida. Para que se quedara más tranquilo, su mamá fue hasta la lata de basura, buscó y encontró la pelotita de papel arrugada, la entró a la casa, se la mostró a su hijo y la prendió fuego en la estufa a leña. El niño siguió jugando con la lapicera, escribiendo papelitos, pero ahora los quemaba. Pasaron unos años. Su padre seguía preso y su madre había perdido el trabajo en la escuela por ser la «esposa de un comunista». Se ganaba la vida dando clases particulares, casi siempre a hijos de otros presos. El niño terminó la escuela y empezó el liceo. El primer día de clases se sentía más grande, casi un hombre, con camisa, corbata y lapicera nueva. ¡Era la lapicera de su padre! Se le llenaron los ojos de lágrimas cuando esa mañana su mamá se la puso en el saco. Unos poquitos compañeros, muy amigos, eran los únicos del liceo que sabían que su padre estaba preso por «subversivo» contra la dictadura. Eran los únicos que sabían, porque, con lo bien que jugaba al fútbol en los recreos, él nunca quiso integrar la selección de la clase. Dijo que tenía una abuela enferma, que vivía en el interior y que los sábados viajaba con su madre para cuidarla. Su cedía que el equipo del liceo jugaba los sábados y que ése era el único día para poder visitar a su papá en la cárcel donde lo tenían preso. Desde que se llevaron a su padre él siempre lo fue a visitar. Al principio lo veía en un patio, luego a través de una mampara de vidrio. No lo podía tocar ni darle un beso. Aunque flaco, muy flaco, vestido de mameluco, con la cabeza rapada y demacrado, su papá siempre tenía una sonrisa para él. Se miraban a los ojos y se decían todo. Hablaban por medio de un teléfono. Él le contó sobre la lapicera, sobre el liceo, sobre sus amigos y hasta un día se animó a decirle que pronto lo iba a poder abrazar porque se iba a terminar la dictadura. Se animó, pero se arrepintió porque al otro sábado su padre estaba sancionado, sin visita. El joven lloró mucho. Cuando al siguiente fin de semana le dejaron ver nuevamente a su papá, antes de poder decir algo, su padre se llevó un dedo a los labios haciendo la señal de silencio y por el teléfono le dijo: «Te quiero, hijo, te quiero mucho». Ahí sí, el joven tuvo que hacer mucha fuerza para no largar el llanto. Salió de la visita con mucha rabia. Con 11 años de edad ya tenía muy claro lo que era la dictadura y se imaginaba lo que serían la democracia y la libertad. A los pocos meses de haber empezado las clases, algunos profesores y la dirección del liceo comenzaron a preparar el acto patrio del 19 de junio, en el que todos los alumnos de primero tendrían que jurar la bandera. Él sabía que lo que le decían en clase y en los preparativos del acto sobre la «defensa de la patria», sobre «el comunismo », sobre los «militares patriotas», sobre la «orientalidad» y sobre la «nación», era todo mentira. Pero se mordía la lengua. —Mi madre dice que los verdaderos enemigos de la patria son los dictadores, son los milicos que dieron el golpe de Estado –le comentó bajito a uno de sus amigos. El día de jurar la bandera se iba acercando y la dirección del liceo hizo ensayar, varias veces, a todos los alumnos del liceo. Los hacían formar como militares, guardando distancia. Tenían que tener el pelo corto y los zapatos lustrados. Tenían que cantar bien fuerte el himno y cuando les preguntaran si juraban defender la patria y morir por su bandera, tenían que responder en voz alta: «Sí, juro». Él estaba dispuesto a seguirles el juego porque tenía miedo de que descubrieran que tenía a su padre preso; pero igual, con sus amigos había preparado una sorpresa. Llegó el 19 de junio y todos los liceales se formaron para el acto. Por suerte no era sábado. Su mamá estaba entre el público y se intercambiaron miradas. Alguien de pelo muy cortito, con cara de malo y voz que no pronunciaba bien las eses, leyó un discurso igualito a los que la dictadura pasaba por radio y televisión. Después, apretando con fuerza la lapicera en el bolsillo del pantalón, cuando le preguntaron sobre la bandera respondió con el «Sí, juro», pero para sus adentros juraba contra la dictadura y por la libertad de los presos políticos. Comenzó a sonar la música del himno nacional. Estaba por llegar el momento que él esperaba para la sorpresa que tenía preparada. Apretaba, sin darse cuenta, muy fuerte la lapicera. Miró de reojo a sus amigos y a su madre. La profesora de música tenía una varita para dirigir el canto. Cuando la levantó e hizo el típico gesto con las manos y con la cabeza para que todos comenzaran a cantar, él se quedo callado, en silencio; él y sus amigos no cantaron el himno. Su madre sonrió, comprendió enseguida y también se quedó callada. La directora del coro estaba muy nerviosa. Movía la varita fuera de tiempo, como espantando mosquitos. El joven seguía callado, mudo, al igual que sus amigos. Para su sorpresa la gran mayoría de sus compañeros y del público tampoco cantó el himno. Los que habían empezado a entonarlo se fueron quedando en silencio, haciéndose los distraídos. Entre los pocos que seguían cantando se podían distinguir las voces del director y del inspector de Secundaria, señal de que cada vez menos gente los acompañaba. Pero faltaba otra sorpresa. Miró al director. Sin ningún miedo, manteniéndole la mirada, gritó y cantó con todas sus fuerzas la estrofa del estribillo del himno nacional que repetía varias veces: «¡Tiranos temblad!, ¡tiranos temblad!, ¡tiranos temblad!». Todos, absolutamente todos quienes antes habían estado callados, compañeros, amigos y público, cantaron el «tiranos temblad» con toda la fuerza que el alma pronuncia. Fue la única parte del himno que cantó. Cuando terminó, aplaudió hasta que las manos le quedaron rojas, mirando a su mamá y a la bandera que acababa de jurar. «Por mi papá», murmuró, con los ojos llenos de lágrimas, apretando la lapicera en su bolsillo. Al día siguiente, le contó a todos los compañeros del liceo que quisieran escucharlo, orgulloso, que su padre era preso político, que la dictadura militar se iba a acabar y que él no podía ir los sábados a jugar al fútbol porque su abuela seguía enferma.

 




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